Una experiencia para olvidar
Fuimos con expectativas moderadas y salimos deseando no haber entrado nunca. Nos sentaron junto a la vitrina de postres —un sitio estratégico, tal vez para tentar, pero en nuestro caso solo sirvió para agravar la espera y el desánimo—. El camarero que nos tocó, según dijo llamarse Juan (aunque bien podría haber sido un pseudónimo artístico), parecía todo menos dispuesto a trabajar. Joven, antipático y con una actitud de soberbia inexplicable, como si hubiese soñado con ser príncipe y lo hubieran despertado a servir mesas.
Mientras otros camareros —algunos ya en edad de merecida jubilación— se movían con eficacia admirable, y una camarera en la acera corría como gacela entre mesas, Juan daba la impresión de estar agotado o directamente de resaca.
